Así se expresa Juan Bautista, quien se gana la vida aprovechando el solazo del trópico, vendiendo algo que le quita la sed a los clientes: el agua coco
Por Eloy Alberto Tejera
Su herramienta más visible, para otros es a veces un arma: un machete. Cuando lo alza, sin embargo, no intimida, sino que hace que el cliente aguarde con expectativa el ver cómo va deshaciéndose de la cáscara. Es un “coquero”. Este vendedor itinerante se llama Juan Bautista, y se gana la vida aprovechando el solazo del trópico, vendiendo algo que le quita la sed a los clientes: cocos. Actúa como todo inmigrante al que la ilegalidad lo cruza: se muestra temeroso, dice que no le gusta hablar, ni en la televisión aparecer, mucho menos en los periódicos, donde la tinta queda impresa.
Al principio de la entrevista se muestra esquivo. Se sube un poco la mascarilla o barbijo anti-covid, y aún “medio chivo” da su nombre, el cual recuerda más el de un predicador, que el de un comerciante: Juan Bautista. Uno no sabe si es un camuflaje o un “tente ahí” para el periodista para salir del paso, pero al calentarse, empieza a perder la timidez y a soltar la lengua. Frente la Universidad O&M está su punto.
“No hay muchos dominicanos, éste es un trabajo forzado, ensucia la mano, te mancha, al dominicano no le gusta pasar mucho trabajo”, asegura mientras está amparado por la sombrilla de gran colorido y la sombra de la mañana que mantienen fresco ese lado de la acera que comparte con una “paletera”.
La mecánica de su negocio es sencilla como beberse un agua de coco: se levanta y coge calle a las seis de la mañana a comprar coco a una guagüita que los trae del campo, y entonces empieza a vender a las diez y once, y termina a las cinco de la tarde.
No tiene reparos en decir en cuánto compra un coco. Los compra a 20 pesos, y cuando se le señala que el margen de ganancia es mucho (30), se defiende como gato boca arriba, y asegura que todo ha subido: el azúcar, la servilleta, los palitos, el sorbete, el hielo. Además paga 50 pesos diarios en el garaje donde deja el triciclo.
Que es un profesional a carta cabal lo asegura. Enseña con orgullo cómo se ha tecnificado: su azúcar es limpia, siempre ofrece servilletas al cliente, y hasta tiene palitos para los que deciden comerse la masa, que cada día son más.
“Antes la gente no comía masa. Ahora la gente quiere más la masa que el agua. Sabe que la masa es necesaria para la salud”, asegura. Inclusive afirma, aunque no encuentra la palabra, que eso sirve para curar la “locura”, “depresión”, “esquizofrenia”. De las bondades del coco dice que es hasta como medicina; en la promoción del coco se explaya: cura riñones, infecciones….
Los mejores cocos son los de Villa Altagracia, dice. Uno los prueba y están súper-dulces. “Este coco está buenísimo, es el mejor”. No necesitan azúcar, aunque asegura que la gente cada día pide menos, pues de la diabetes (que está altísima en el país) ya empieza el dominicano a tomar cuidado. Uno se toma un coco, y entiende que no puede rebatirle.
Bautista es haitiano, vino hace diez años al país y viaja con frecuencia a su lugar de origen. Le gustaría pagar impuestos, y hasta entiende el hecho de por qué las autoridades en ocasiones lo hostigan. “Es su trabajo”. Es franco, dice que no tiene permiso.
Alza el machete ya de forma mecánica. Se deshace de la cáscara poco a poco, y luego le quita la tapita de arriba. En esta última parte es que tiene mayor cuidado y que más tiempo le toma. En materia de política exterior está bien claro: El presidente Jovenel Moise debe conversar, llegar a acuerdos porque ningún país puede en medio del caos desarrollarse.
Este trabajador, que en su país hizo el bachillerato, domina el francés, habla un poco de inglés y en español el machucar está abandonando, aunque con algunos tropiezos nada significativos. Tiene dos hijos en el país, que son dominicanos y con papeles, y que están en la escuela. “La madre es haitiana”, aclara.
Amparado en su filosofía de que “hay que tratar al cliente bien” dice que cuando hay calor se vende más coco, con frío hay poca venta. Sitúa los meses flojos entre agosto y noviembre.
Bautista sabe poner cerámica y trabajar también construcción. La sobrevivencia tiene cara polifacética, sin dudas. Eso sí, descansa sábados y domingos.
“Tengo familia en Haití, pero debo enviar poco dinero, pues ellos están bien allá. Tienen su casa”, afirma este inmigrante, cuyo lema es sencillo y a él se ha plegado por mucho tiempo: “Para vivir hay que trabajar”.
Entre teoría y teoría, mientras la palabra va y viene, se acerca un cliente: agarra el machete, lo eleva y lo demás se convierte en historia hasta que quien pidió disfruta del coco.
Como el diablo a la cruz le huye a la foto para ilustrar el reportaje. Recula y mientras se arregla la mascarilla, este inmigrante permanentemente, sonriente y esquivo, afirma que no le teme al trabajo, mientras se va a disfrutar de la sombra y a esperar que un próximo cliente acuda a él para mitigar la sed.